La lunotipia. Tipografía digital, TeX y cafeína

Las falacias de la edición de escritorio

Hacia principios de los años ’90, en un articulito sobre las cualidades microtipográficas del software experimental HZ-Program1, aprovechaba el gran tipógrafo alemán Hermann Zapf para saludar a la ya por entonces inexorable autoedición digital. Y lo hacía de una manera mixta. Con optimismo, sin duda, subrayando las previsibles mudanzas de los usos y costumbres a que el nuevo modelo nos habría de conducir:

Desktop publishing has changed the production of books in recent years. For the first time the author has the possibility of preparing and influencing the design of his text. A publisher will not always be happy about this, especially if the author does not want to follow the strict rules of the publishing house which it may have followed for years. But everybody should welcome this new method of collaboration between author and publisher.

Pero un optimismo este que no le apartaba de exponer ciertas prevenciones, muy sensatas:

[…] In the past, typography was in the hands of professionals, compositors, and specially trained people. Today we are facing a completely different situation: alphabets are in the hands of non-professionals, of all kind of users, of office people, of young people working with the capabilities of their Macintosh or PC.

A la vuelta ya de unos cuantos decenios, y tras asistir a todo orden de estragos y despropósitos bajo el paraguas de los nuevos paradigmas, bien nos tememos que no podemos —ya no— compartir ese optimismo noventero del autor de los tipos Palatino. Las prevenciones, por contra, se nos antojan a estas alturas más justificadas que nunca.

Pero antes de insistir en nuestros duelos y quebrantos, conviene esclarecer suficientemente los términos. ¿Qué entendemos por «autoedición digital», o «edición de escritorio», traducción más o menos apresurada del inglés Desktop Publishing? Bien, lo pernicioso de estos conceptos no provienen tanto de su acepción básica, es decir, la producción del libro mediante una computadora (hecho que no podemos dejar de aplaudir), sino de una presunta consecuencia que, con mayor o menor pudor, se ha venido defendiendo una vez asumido lo primero. Esto es, que el software es capaz por sí propio de reemplazar, de principio a fin, todo el quehacer de los operarios técnicos, de tal forma que cualquiera, con pocos o nulos conocimientos de tipografía y composición, puede emprender la producción del libro cómodamente desde el ordenador de su casa, con sólo llamar a unos cuantos resortes. Esta interpretación corrupta de la edición de escritorio, desvariada y, en cierto sentido, «mágica», surge de un inmenso malentendido ante la llegada de los nuevos medios digitales. Digamos que llegaron, sí, con toda razón y justicia a la tipografía. Pero el comité de bienvenida no tenía muy claro hacia dónde dirigir los vítores.

No fue, desde luego, una catástrofe espontánea. La anomalía ya se venía fraguando desde los procesadores de texto, con su «lo que ves es lo que obtienes» y su imposición de una forma antinatural de escribir, que obligaba a los autores a confundir la estructura con el formato, y a tomar intempestivas decisiones de orden tipográfico en mitad de una frase. De ahí a que los pobres usuarios del Word se vieran con las ínfulas necesarias para refundar toda la tipografía desde cero no mediaba más que un paso. La llamada «industria» del libro asumió, casi en masa, un flujo de trabajo basado en estos vicios, y tomó por falsos y desafortunados estándares a los nuevos programas de maquetación y diagramado, que con razón habían revolucionado la producción de revistas ilustradas y periódicos al mismo tiempo que rebajaron la calidad de los libros impresos a niveles nunca vistos desde Gutenberg, pues no están pensados para producir libros. Pero no sólo estaban los «maquetadores» y los «diseñadores gráficos» dispuestos a envilecer con denuedo la tipografía. Muchos editores —especialmente pequeños o medianos editores— se unieron a la bacanal y se instalaron en su propio ordenador el QuarkXpress o el InDesign para ensayar sus propias florituras. Tal es así que no pocos de estos editores llegaron a la conclusión de que ya no era necesario un diseñador gráfico para arruinar un libro. Ya ven: todo es tan fácil. Sólo se necesita una computadora y una copia, legal o no, del programa que usan todos.

Con una premisa parecida, curiosamente, se subrayó el nacimiento a finales de los ’70 de otro tipo de software, en las antípodas de esos programas de diagramado que vendrían poco después. Nos referimos al sistema de composición tipográfica digital TEX, que sin duda es la revolución más importante en la tipografía desde la propia invención de la imprenta: los ordenadores podían hacer ya hermosos libros, con las artes y técnicas de los viejos cajistas. Pero todas esas rutinas, todo ese trabajo manual y repetitivo TEX se encargaría de controlarlo hasta el último detalle y automatizarlo de una forma global y coherente, añadiendo un refinamiento extremo, aún hoy imbatido, a través de precisos e ingeniosos algoritmos. Y tal hecho es tan cierto como que el propio TEX nació de un deseo de autoedición, cuando su creador, el gran Donald Knuth, quedó oportunamente horrorizado ante las galeradas recibidas de uno de los tomos de su obra magna The Art of Computer Programming. Y, por si hubiese alguna duda, ya se encargaba el propio Knuth de anunciar en su TeX book que su sistema estaba concebido para que cualquiera pudiese componer un libro desde la paz de su ordenador doméstico. TEX, naturalmente, estaba recién nacido y se mostraba complejo y agreste, demasiado críptico incluso para los usuarios más suicidas. Necesitaba un lenguaje más sencillo, más estilizado para poder tratarlo.

No tardó en llegar, propicio, LATEX, con su inconmensurable acervo de macro paquetes semánticos, cada cual especializado en su cometido. Si TEX era el tipógrafo, el que se mancha el mono de trabajo, LATEX se nos presentó como el director editorial, con corbata, que no habla de cuadratines, espacios elásticos o demás jerga arcana de la maquinaria y engranajes que tan bien entiende TEX, sino de epígrafes, prosa y verso, ediciones críticas, ecuaciones, diccionarios, y cualquier término familiar al universo del editor o del lector. La relación TEX/LATEX era ideal, rectilínea, pues cubría perfectamente los planos físicos y semánticos de la tipografía. De hecho, ya el propio Knuth había concebido TEX como la base, el motor tipográfico con una serie limitada de órdenes y procesos que habría de ser extendido mediante macros de muy alto nivel, casi hasta el infinito. Sin duda tenemos aquí, y no en los programas de maquetación, la evolución natural de la tipografía mecánica a la digital. Qué lástima que la propia comunidad de TEX y LATEX se haya mostrado históricamente tan capaz a un tiempo de las cosas más sublimes y meritorias como de dispararse en el pie, entre conjuros e invocaciones a los complacientes duendes de la autoedición. Y así, de paso, todo se enzarzaba de mala manera.

Por un lado está el autoexilio, por no decir descarado auto-secuestro, de LATEX dentro de la Academia. O, más bien, de una parte de la Academia (matemáticas, ingenierías y demás). Pero si esta jibarización del ecosistema TEX ya de por sí ha sido suficientemente lamentable, al apartarlo de su ámbito natural, que es el de la producción editorial de cualquier tipo de libro, para reducirlo a la raquítica logia de unos cuantos escolares escribiendo fórmulas y ecuaciones, no menos daño ha traído la liberalidad con que tantas veces se ha recomendado el uso del formato LATEX a todo género de autores, escritores, escribientes y escribanos. Cuánto, cuánto envenenado desoriente ha traído esa terca cantinela de «no uses Word, usa LATEX», como si el segundo fuese una feliz alternativa legítima al (malhadado) primero.

Y es que hay que decirlo de una vez: TEX y LATEX son herramientas esencialmente tipográficas. No sirven, o sirven muy mal, para escribir, a pesar del marcado semántico de LATEX. Por expresarlo llanamente: recomendar este software a un autor sería igual de absurdo como pedirle a Hemingway que arrojase a la basura su máquina de escribir para instalarse una monotipia en su despacho.

Tal vez en este punto comience a asomar un poco el malentendido a que nos referíamos líneas arriba. Que el ecosistema TEX sea algo admirable y maravilloso, un paso adelante en el ámbito digital desde la impresión mecánica, no con pretensiones de abolir las excelencias precedentes sino de vindicar la tradición y hacerla brillar uniendo lo mejor de dos mundos; que ahorre muchísimo esfuerzo y tiempo mediante la automatización total y consistente, trasladando a complejos algoritmos la rutina manual de los antiguos impresores; que entienda la concepción global del libro como programación y código, desde la colación de datos y contenido a su preparación para la imprenta, y todo ello sin salir de la computadora; que sea algo que cualquiera (software libre) pueda descargar e instalar en su propio ordenador…; todo esto y más, en suma, no impide que TEX y su formato LATEX dejen de ser aquello que siempre han sido y jamás, desde su nacimiento, han dejado de ser (incluso a despecho del propio Donald Knuth): una simple y llana herramienta.

Y, como herramientas que son, despojémonos, por tanto, de cualquier pretensión mágica respecto a éstas o a cualquier otra que esté por venir. El código de programación, por muy complejo que sea, no hace el libro. Los alambicados y refinados algoritmos no hacen el libro. Nos quitarán, sí, tiempo y esfuerzo; pero no nos devuelven el libro terminado, entendido en términos tipográficos, ni existe botón ni resorte bajo el cielo que sirva para tal prodigio. El libro como objeto lo hace el ingenio y el magín del tipógrafo, que es el artífice de la herramienta y quien ha de enfrentarse con mayor o menor fortuna a cada reto, a cada página, párrafo, línea o palabra, pues la primera y última norma de la tipografía es que nunca hubo ni habrá de esperarse dos libros iguales.

Cambiar de herramientas, incluso de paradigma, no debería llevarnos a abolir la división de poderes que siempre ha funcionado en el mundo de la producción editorial: el autor escribe, el editor publica y el tipógrafo compone. Pero hoy día parece que muchos autores y editores, confiados en el empoderamiento ilusorio de los medios digitales, no quieren depender de los tipógrafos, y prefieren ensayar el camino por su cuenta, a ciegas, torpes, ignorantes. Una renuncia tan osada como triste, pues el buen tipógrafo no impone un hilo umbilical y servil a sus otros dos compañeros necesarios de viaje, sino que extiende en una y otra dirección las tramas del diálogo y el valor de su consejo. Y tanto más acabado un libro cuanto más fructífero el coloquio entre esos tres actores. En tales batallas nos conformaríamos con que el premio final no fuese tanto la gloria para el autor, el reconocimiento para el editor o los créditos del tipógrafo, sino un trofeo aun más satisfactorio si cabe: la legibilidad.

Publicado: 01/12/21

Última actualización: 21/01/22


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Notas:

1

H. Zapf, «About Micro-Typography and the HZ-Program», Electronic Publishing 6, n. 3 (1993), págs. 283–88.

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